domingo, septiembre 11, 2005

Sucedió en la Ciudad de la Esperanza

Con un tiradero de vasos, platos y panes, los líquidos y los pedazos de cristal danzaban en el piso mientras una tipa sacaba de su bolso un trozo de vidrio. Otro personaje se quitaba restos de porcelana rota de su zapato y, a su vez, la mesera observaba a ambos con el odio con que se mira a quien comete un crimen.

La existencia de esos dos individuos en el espacio-tiempo equivocados, provocó el accidente que todos los comensales de Los Azulejos observábamos atentamente. Pero nada más fabuloso que esa mirada llena de rencor, seguramente, una mirada que trascenderá al tiempo.

No hubo palabrería, no existió llamada de atención. Ante la indiferencia de los implicados en el desastre y la acallada maldición proliferada por la empleada, apareció un fantasma rencoroso que reclamaba su materialidad para castigar a aquellos agresores, pero no la obtuvo.

La justicia nunca se hizo presente, seguramente estaba en algún juzgado con el mártir López Obrador. Sin embargo, aún existen brujas en el mercado de Sonora y en el mercado de Jamaica que harán que la justicia llegue a La Ciudad de la Esperanza.

jueves, septiembre 01, 2005

Doña Enjundia

En uno de mis viajes por el metro conocí a doña Enjundia, indiferente persona que se peleaba a escobazos con la mugre formada por años en el rincón donde terminan los barandales y en la esquina de las escaleras eléctricas. Cual madre regañona que golpea a sus hijos por desobedientes (o porque necesita una catarsis para tantos años de maltrato), doña Enjundia arremetía a golpes contra la nueva orografía subterránea para ver si cedía o si en su interior ocultaba algún filón de oro o piedras preciosas que le sacara de la pobreza.

Telarañas y desechos de ratas hacían que doña Enjundia le pusiera más empeño a su trabajo. Parecía que le prometieron un aumento, aunque no podría asegurarlo.

Con esa cara demacrada y arrugada que denotaba cansancio, aburrimiento y hartazgo en general, doña Enjundia no tenía que gesticular esfuerzo porque parecían petrificadas sus facciones. Aún así, el trabajo salió, aunque no toda la mugre. Se cansó de golpear y golpear incesante a la nueva extensión del barandal y la escalera, pero dejó a la mugre con un brillo excepcional y una limpieza inigualable. Prefirió no encontrar aquel tesoro que imaginó y que probablemente no exista. Tomó su escoba, la cubrió con la jerga y la fue arrastrando con la pereza de los años encima hasta llegar a su cubículo, cumpliendo con el objetivo de trapear la parte que le correspondía.

Y ahí quedó doña Enjundia, cuando se convirtió en doña Pereza, que volvió a aparecer tres viajes después...